Orar es estar con Dios; mejor, escuchar a Dios. Así como a una madre todo le habla de su hijo y a un enamorado todo le habla de la persona amada; de la misma forma a un creyente todo le habla de Dios.
Dije al almendro: ¡Háblame de Dios!, y el almendro floreció.
Dije al pobre: ¡Hablame de Dios!, y el pobre me ofrecio su capa.
Dije al niño: ¡Háblame de Dios!, y el niño me lo pidió a mí.
Dije a la naturaleza: ¡Hablame de Dios!, y la naturaleza se cubrió de hermosura.
Dije al amigo: ¡Habláme de Dios!, y el dolor se transformo en agradecimiento.
Dije a mi madre: ¡Háblame de Dios!, y mi madre me dio un beso en la frente.
Dije a la mano: ¡Háblame de Dios!, y la mano se convirtió en servicio.
Dije al enemigo: ¡Háblame de Dios!, y Jesús rezó el Padre Nuestro.
Dije, dije... a todos y a todas las cosas: ¡Habladme de Dios! y todos me dijeron algo.