viernes, 6 de mayo de 2016

Por los sacerdotes

Un sacerdote debe ser...

Muy grande
y, a la vez, muy pequeño,

de espíritu noble, como si llevara sangre real,
y sencillo como un labriego,

héroe, por haber triunfado de sí mismo,
y hombre que llegó a luchar contra Dios,

fuente inagotable de santidad
y pecador a quien Dios perdonó,

señor de sus propios deseos
y servidor de los débiles y vacilantes,

uno que jamás se doblegó ante los poderosos
y se inclina, no obstante, ante los más pequeños,

dócil discípulo de su maestro
y caudillo de valerosos combatientes,

pordiosero de manos suplicantes
y mensajero que distribuye oro a manos llenas,

animoso soldado en el campo de batalla
y madre tierna a la cabecera del enfermo,

anciano por la prudencia de sus consejos
y niño por su confianza en los demás,

alguien que aspira siempre a lo más alto
y amante de lo más humilde…

Hecho para la alegría,
acostumbrado al sufrimiento,
ajeno a la envidia,
transparente en sus pensamientos,
sincero en sus palabras,
amigo de la paz,
enemigo de la pereza,
seguro de sí mismo.

“Completamente distinto de mí”,
comenta humildemente el amanuense.

(Manuscrito medieval encontrado en Salzburgo)