Querida hija / Querido hijo:
¡No sabes cuánto he disfrutado contigo! Te has dejado
encontrar y me has abierto ese gran corazón que te di. Me has dejado aligerar
la carga que hundía tu espalda y arruga tu sonrisa. Me has dejado abrazarte y
me has demostrado lo mucho que me quieres. Y al ver tus lágrimas, no he podido
contener las mías.
Recuerda lo que te he dicho tantas veces: Tú vales mucho
para mí y yo te amo (Isaías 43); llevo tu nombre tatuado en las palmas de mis
manos, continuamente pienso en ti (Isaías 49); la alegría que encuentra el
marido con su esposa, la encuentro yo contigo (Isaías 62); hasta tu vejez, yo
seré siempre el mismo y te ayudaré hasta que tus cabellos se pongan blancos.
Así como te he apoyado hasta ahora, así te seguiré apoyando (Isaías 46).
Has acogido y disfrutado mi perdón, mi perdón gratuito. Pero
de vez en cuando, te cansas de convivir con tu fragilidad y no te acabas de
creer mi perdón.
Por eso, vuelvo a recordarte la pregunta de Pedro: ¿Cuántas
veces tenemos que perdonar, siete veces? No te digo siete veces, sino setenta
veces siete (Mt 18,22)? Si ésta es la medida que se le pide al hombre, ¿cómo
piensas que yo puedo tener una medida más pequeña?
Recuerda además la experiencia del hijo pródigo. Al verlo
volver a casa, cansado y triste, lloré, corrí, lo abracé, lo llené de besos. Y
como la alegría no me cabía en el corazón, hicimos una fiesta. ¿Crees que no
siento la misma alegría cuando tú vuelves a mí?
Acoge mi perdón en lo más hondo de ti. Disfrútalo y
compártelo. Y cuando vuelvas a dudar de mi perdón, dímelo, para que pueda
convencerte de nuevo. ¿De acuerdo?
Un abrazo grande de tu Padre Dios