jueves, 24 de octubre de 2019

Jesús, el crucificado bienaventurado

Jesucristo fue el pobre.  No tenía donde reclinar la cabeza y su corazón estaba abierto en plenitud a su Padre.

El fue el manso. Era su dulzura lo que cautivaba a sus amigos, lo que atraía a los niños. Sólo el demonio y los hipócritas le temían.

El conoció las lágrimas. Lloró por Jerusalén, por la dureza de quienes no sabían comprender el don de Dios que estaba entre ellos. Lloró después lágrimas de sangre en Getsemaní por los pecados de todos los hombres.

Nadie como él tuvo hambre de la gloria de su Padre. Fue el misericordioso. Todos sus milagros brotan de la misericordia. Su alma, literalmente, se abría ante aquellas multitudes que vivían como ovejas sin pastor.

Su corazón era tan limpio que ni sus propios enemigos encontraban mancha en él.

Era la paz. Vino a traer la paz a los hombres, a reparar la grieta belicosa que había entre la humanidad y Dios.

Y murió en la cruz. Fue perseguido por causa de la justicia. Era demasiado sincero, demasiado honesto para que pudieran soportarle.

José Luis Martín Descalzo